
En el último tiempo, las distintas regiones del país se han visto inundadas por una ola de “pseudo medios de comunicación” que, amparados en las redes sociales, suben información a diestra y siniestra. En muchos casos, se trata de contenidos sin respaldo, sin fuentes y, lo más grave, sin responsabilidad ética. La inmediatez parece haber reemplazado al rigor. En medio de este ruido informativo, la ciudadanía se enfrenta a un dilema diario: ¿a quién creer?
Vivimos en una época donde la circulación de información y desinformación no tiene precedentes. Cualquiera con un teléfono y una cuenta puede transformarse, al menos en apariencia, en un medio. El problema surge cuando el límite entre informar y manipular se diluye. Cuando el “me contaron” se convierte en “lo leí en internet”, y cuando un titular sin sustento basta para instalar un juicio público.
A este preocupante escenario se suma un nuevo desafío: el uso de la inteligencia artificial para distorsionar la realidad. Hoy es posible fabricar fotografías, audios o videos con un realismo tal que resulta casi imposible distinguir lo verdadero de lo falso. Estas tecnologías, conocidas como deepfakes, pueden utilizarse para el entretenimiento, pero también para manipular percepciones, instalar rumores o dañar reputaciones. La frontera entre la verdad y la ficción se vuelve difusa, y la tarea de verificar se convierte en un imperativo ético para los medios y para toda la ciudadanía.
Los medios de comunicación y los periodistas trabajamos con la materia más delicada del mundo: las personas. Lo que escribimos, lo que mostramos, lo que decidimos publicar o callar, puede afectar vidas, reputaciones, y hasta destinos políticos. Hoy, muchas personas toman decisiones y construyen opiniones basadas en afirmaciones que no resisten el más mínimo contraste. Por eso, medir las palabras no es un acto de censura ni de cobardía; es un ejercicio de ética. Cada palabra cuenta, y cada interpretación puede abrir heridas o construir confianza.
En este contexto, resulta imprescindible recordar lo que el gran Ryszard Kapuscinski decía sobre las fuentes. Cuando le preguntaban por ellas, respondía que había tres: “los otros, la gente; los documentos; y el mundo que nos rodea: los colores, las atmósferas, los climas”. Es una lección que no envejece. Porque el buen periodismo no consiste en repetir, sino en observar, contrastar y comprender. En tiempos de desinformación, el periodismo vuelve a su raíz más esencial: escuchar y verificar.
La desinformación, entendida como información falsa, inexacta o engañosa difundida deliberadamente, se ha convertido en una de las mayores amenazas para la convivencia democrática. Pero no es el único fenómeno. También existe la misinformación, cuando alguien comparte información falsa sin saber que lo es, y la malinformación, cuando se difunde información verdadera con la intención de dañar. En cualquiera de los tres casos, el resultado es el mismo: la erosión de la confianza pública.
En tiempos donde cualquiera puede publicar pero pocos asumen las consecuencias de hacerlo, volver a preguntarnos en quién y en qué creemos se vuelve un acto de responsabilidad. Creer no es ingenuidad, pero tampoco cinismo. Creer, hoy más que nunca, es un ejercicio de discernimiento.



