El Gobierno que no intervino: La lección silenciosa que podría cambiar la historia política de Chile
Juan Carlos Hernández Caycho, periodista, comunicador social, gestor cultural y vocero de la AMA

Hablar hoy del Gobierno de Gabriel Boric Font no es sencillo. Las opiniones suelen dividirse entre quienes lo defienden apasionadamente y quienes lo consideran un fracaso rotundo. Sin embargo, más allá de los afectos o rechazos políticos, creo que hay un aspecto que merece ser analizado con serenidad: la forma en que el poder ha decidido no intervenir frente a los casos de corrupción, clientelismo o mal uso de los recursos del Estado.
Durante años, en la historia política de Chile -y también de muchos otros países latinoamericanos- hemos visto cómo los gobiernos, ante la mínima señal de escándalo, salían a proteger a los suyos. Se maquillaban responsabilidades, se presionaba a las instituciones, se negociaban silencios o se desplazaba a un funcionario menor para cerrar el capítulo mediático. Era una práctica casi institucionalizada: el poder cuidando al poder.
En cambio, en este gobierno, y pese a las críticas que ha recibido, se ha visto algo distinto. Frente a los casos de fundaciones, irregularidades en asignaciones y sospechas de manejo poco transparente de fondos públicos, el Ejecutivo no ha intervenido. No ha buscado entorpecer las investigaciones, ni presionar a fiscales, ni blindar a sus cercanos. Por el contrario, ha dejado que la justicia actúe, aún sabiendo que cada nuevo titular erosiona su imagen y mina su apoyo político.
No estoy diciendo que sea un gobierno perfecto, ni mucho menos. Los errores, las improvisaciones y las deficiencias administrativas han sido evidentes. Pero si observamos sin apasionamiento, hay que reconocer que dejar que las instituciones funcionen -una frase que muchas veces se usa de forma vacía-, en este caso ha sido aplicada con coherencia, aunque con un alto costo.
Y aquí es donde quiero detenerme. Porque aunque todo parezca apuntar a que éste ha sido un mal gobierno, debemos aprender a mirar más allá del ruido y la coyuntura. En mi opinión, esta decisión de no intervenir, de permitir que la justicia investigue incluso a los más cercanos, es un paso certero, valiente y profundamente democrático. No porque garantice resultados judiciales favorables, sino porque redefine la relación entre poder político y justicia, una relación que históricamente ha estado marcada por la manipulación y el cálculo.
No es la primera vez que un gobernante intenta hacerlo. En el pasado, otros también quisieron respetar la autonomía de las instituciones, pero el peso del entorno, las presiones partidarias o el miedo al costo político terminaron imponiéndose. Lo que hace interesante este momento es que, en un gobierno joven, cargado de críticas y a punto de terminar su mandato, se deja un punto claro y muy importante: la política puede cambiar si se elige no intervenir.
Puede que hoy esto no sea visto como un legado. Tal vez ni siquiera se le dé el valor que merece, porque el clima electoral, la polarización y el desgaste hacen que la mayoría sólo vea los errores, las promesas incumplidas o los conflictos internos. Pero con el paso del tiempo, la historia juzgará con más perspectiva. Quizás ahí se reconozca que lo verdaderamente trascendente no fueron las leyes aprobadas ni las obras inauguradas, sino haber demostrado que un gobierno puede dejar que la justicia haga su trabajo, incluso cuando eso significa perder poder.
Y esto, en mi opinión, será lo que marcará la diferencia para quien asuma la Presidencia después. Porque quien llegue al poder -sea hombre o mujer, de izquierda, centro o derecha- deberá entender que el estándar ha cambiado. Que la ciudadanía ya vio que es posible no intervenir. Que la probidad no se mide sólo por lo que se declara, sino por lo que se hace cuando un aliado está bajo investigación.
No escribo esto desde una postura política, ni desde la defensa o crítica de un sector. Lo hago como ciudadano, como observador de la realidad, como alguien que ve cómo los discursos de probidad se transforman en herramientas electorales cada cuatro años. Los candidatos prometen transparencia, integridad, mano dura contra la corrupción… y luego, cuando les toca gobernar, vuelven las viejas costumbres de proteger a los suyos.
Por eso creo que este gesto -este dejar hacer a la justicia, este no intervenir aunque duela- merece ser destacado. No como un acto heroico, sino como un precedente ético. Puede que Boric no sea recordado por su gestión económica, ni por la eficiencia de su administración, pero quizás la historia reconozca que en medio del descrédito general, se mantuvo fiel a un principio elemental: el poder no está por sobre la ley.
Y si ese principio se consolida, si logra transmitirse como ejemplo a las generaciones políticas que vienen, entonces habremos dado un paso inmenso hacia una democracia más madura. Puede que hoy no se vea, puede que se diluya entre encuestas y titulares, pero estoy convencido de que éste será uno de los legados más importantes que un presidente chileno haya dejado en mucho tiempo.



