Cuando el cambio de gobierno se convierte en un riesgo laboral: El silencio que enferma a los comunicadores del Estado
Mackarena Calderón Angulo, Presidenta del Consejo Regional Iquique del Colegio de Periodistas de Chile

Cada cierto tiempo, Chile se remece por un nuevo proceso electoral. Cambian los colores, cambian los nombres y cambian las autoridades. Lo que no cambia, y es justamente el problema, es la vulnerabilidad en que quedan los profesionales de las comunicaciones del Estado cada vez que se aproxima un cambio de gobierno.
Cada elección vuelve a abrir el mismo capítulo que nunca terminamos de escribir ni de sanar en el estado chileno. Con cada cambio de administración, los funcionarios públicos enfrentan una tensión que va mucho más allá del debate político: la incertidumbre laboral. Pero dentro de ese universo, hay un grupo particularmente expuesto, invisibilizado y vulnerable: los profesionales de las comunicaciones.
Sí, quienes cuentan la historia del país, quienes sostienen el puente entre ciudadanía e instituciones, quienes deben comunicar, informar, aclarar y, a veces, apagar incendios que otros provocan, son también los primeros en sentir cómo se remece el piso cuando cambia el gobierno de turno. Y este año electoral no es la excepción; al contrario, es el recordatorio perfecto de un patrón que ya se volvió estructural.
En la previa del cambio de gobierno, el mensaje se instala sin necesidad de ser dicho: “No te muevas. No opines. No denuncies. No incomodes. Que no se te ocurra enfermarte”.
Ese clima de autocensura silenciosa recorre ministerios, gobiernos regionales, servicios públicos y unidades de comunicaciones como un susurro que todos escuchan, pero pocos se atreven a nombrar. El resultado es brutal: las y los comunicadores agachan la cabeza, callan y siguen. No porque quieran; porque temen perder su trabajo, su estabilidad económica, su trayectoria profesional y porque comúnmente detrás hay familias, cuentas, hijos e hijas en edad escolar o estudiando en la universidad. Ese miedo, normalizado y funcional al poder, es una forma de discriminación. Y es una discriminación que se agudiza precisamente cuando más necesitamos transparencia, debate y voces libres.
A este cuadro se suma una segunda capa de vulneración: el trato que reciben las denuncias por salud mental vinculadas a acoso o maltrato laboral en determinadas mutualidades. La práctica ya es conocida por quienes las han enfrentado: La mutual inicia un proceso de máximo de un mes de estudio, periodo en el cual realiza el correspondiente estudio de puesto de trabajo, ofrece un par de sesiones psicológicas de evaluación del caso, mismas sesiones que constatan hostilidad desde las jefaturas, liderazgos disfuncionales, presiones indebidas, etc.
Hasta ahí, todo parece encaminado hacia el reconocimiento del daño laboral, pero llega la comisión evaluadora con su calificación y el veredicto se desploma. La enfermedad, típicamente, un trastorno de adaptación, inclusive sin la existencia de factores extralaborales, se convierte en enfermedad de origen común, desentendiéndose de esta manera la mutualidad del tratamiento y las medidas que deberían tomarse en la institución estudiada.
Da igual si los informes describen situaciones tóxicas. Da igual si existen antecedentes, testigos o correos. Da igual si el daño es evidente. El rechazo es la regla. El reconocimiento, la excepción. Y para cerrar el círculo de opacidad, no existe una estadística pública, clara ni verificable que indique cuántas denuncias de salud mental ingresan y cuántas son efectivamente aceptadas como tales y calificadas de origen laboral.
Este patrón, miedo, silencio, maltrato no reconocido, encuentra su momento más crítico justo ahora, cuando el país se prepara para renovar autoridades. Es en estos meses donde los comunicadores públicos se transforman en “fáciles de reemplazar”, en fichas prescindibles, en blanco de presiones políticas o administrativas. Sin embargo, son ellos quienes deben garantizar una comunicación institucional estable, continuidad informativa, protección de datos, limpieza de imagen, gestión de crisis y un flujo de información que sostenga la confianza pública.
La paradoja es casi poética, si no fuera tan dolorosa: los guardianes de la transparencia son tratados como piezas descartables.
En este escenario, urge repensar el rol del Estado frente a sus comunicadores. Urge un plan preventivo para tiempos de transición política. Urge entender que la salud mental no es un lujo ni un capricho; es una condición básica para ejercer un oficio que exige alta exposición, presión constante y una resiliencia extraordinaria.
Si, queremos instituciones sanas, necesitamos comunicadores sanos.
Si queremos democracia, necesitamos voces libres.
Si queremos transparencia, necesitamos equipos de comunicaciones protegidos, no amedrentados.
Porque un país que asfixia a quienes cuentan su historia, termina quedándose sin relato. Y sin relato, lo que se desvanece es la democracia misma.



