¿Nuevas normativas, viejos silencios y resistencias? Miradas sobre la educación superior en este 8M
Marcela Tapia Ladino , Doctora Red de Investigadoras Feministas de Chile

Conmemoramos un nuevo 8 de marzo con un tono y contenido que se ha ido ajustando con el paso del tiempo. Poco a poco, se construye un sentido reivindicativo, de lucha y no de festejo. Sin embargo, este 8M no se encuentra libre de acciones conservadoras y reaccionarias. Si bien hemos alcanzado logros legislativos, culturales y económicos significativos, persisten ciertas resistencias.
Por ejemplo, hoy contamos con leyes como la 21.369 (2021), la que regula el acoso sexual, la violencia y la discriminación de género en el ámbito de la educación superior. Se trata de una norma cuyos orígenes se encuentran en el movimiento feminista estudiantil de 2018, que llevaron a cabo mujeres en distintas ciudades del país para poner fin a la violencia machista y evidenciar los sesgos de género en la educación superior. Gracias a la osadía de las estudiantes y las académicas que lucharon por sacar adelante la ley, pudimos cuestionar conductas violentas normalizadas, que durante años padecimos como alumnas, administrativas y profesoras.
Otro avance significativo que celebramos con alegría estos días, es la aprobación por el Senado de la Ley integral de Protección contra la violencia de género en Chile. Sin embargo, una y otra vez constatamos que, aunque los cuerpos legales son importantes y necesarios, son insuficientes; ya que se produce una radical distancia entre el derecho en los libros, y los retos del derecho en la acción. Es decir, se avanza normativamente, pero en su aplicación se construyen laberintos burocráticos que suelen llevar a la condena y exposición de aquellas personas que se atreven a denunciar o promover las recomendaciones indicadas en las leyes.
Es muy necesario reconocer y visibilizar que poner en práctica estas regulaciones encuentra grandes resistencias institucionales, culturales y políticas, que con frecuencia generan sólo una apariencia de aplicación de la norma.
Sara Ahmed, académica y activista británica, señala que vivir una vida feminista implica “hacernos preguntas éticas sobre cómo vivir mejor en un mundo injusto y desigual (en un mundo no feminista y antifeminista)” y apoyarnos para enfrentar situaciones concretas que “se han vuelto sólidas como muros”.
Hoy celebramos las leyes que prometen espacios libres de violencia; sin embargo, vemos con asombro y frustración cómo, muchas veces, las normas y los reglamentos se convierten en nuevas trampas. Se les incluye en los discursos, se les destina recursos, se incorpora en la papelería institucional, se realizan charlas y se invita a grandes conferencistas, como una suerte de check list donde se puede “probar” que se adopta una política de género.
Cuando reclamamos por su funcionamiento o denunciamos hechos de violencia, maltrato u hostigamiento, se aduce a interpretaciones, reglamentos y vacíos legales; y con frecuencia a la dilación desgastante para cansar y hacer desistir. Así, sin una sensibilidad y compromiso de género real por erradicar las violencias y microviolencias, a menudo sofisticadas y vestidas de desaires, omisiones, silencios y apariencias, constatamos el efecto contrario: se siguen reproduciendo.
Octavio Salazar, académico y activista español, señala que el feminismo es una pedagogía liberadora para la sociedad en su conjunto. Esto supone que los varones tienen que ser conscientes que detentan privilegios históricos y que el modelo de masculinidad hegemónica es también problemático para ellos.
De allí que al hablar de feminismo es fundamental comprender que la igualdad de género es beneficiosa para todas y todos ¿Qué implica esto? Que en la medida que más hombres y, por supuesto, más mujeres y disidencias se sumen a la construcción de una sociedad más igualitaria, más rápido podremos avanzar a una vida mejor. ¿Por qué? Porque, como señala el autor, la estructura de poder se basa en un “doble silencio del patriarcado”, por una parte de la voz, palabra y autoridad de las mujeres y por otra, del silencio cómplice de muchos varones que con su omisión mantienen un sistema perverso de poder. Así, por la idea equivocada de creer que están perdiendo poder, y las reacciones para evitar los cambios y las transformaciones, se levanta un nuevo muro, como nos advierte Ahmed.
Estas tensiones, entre nuevas normativas, viejos silencios y resistencias, tienen que ser puestas en discusión. Es ineludible que nuestros colegas, compañeros, jefes, directores, gerentes y autoridades se sumen y no permanezcan indiferentes (y en algunos casos cómplices) ante la reproducción de las inequidades y menos ante violencias de todo tipo. Como señala Ahmed, una vida feminista significa “que no podemos no hacer este trabajo; que no podemos no luchar por esta causa”.
Nota de la editora
Este artículo contó con la colaboración de las Dras. Bianca De Marchi, Angélica Alvites y Cristina Oyarzo.